Sirena
Por
Siempre había querido pasar el año nuevo en Valparaíso, la ciudad de los fuegos artificiales, pero mi mamá se negaba a romper la tradición de pasarlo en familia, aunque habíamos dejado de ser una hacía mucho.
Después de reiterados intentos convencí a mi madre de que me dejara viajar, una de mis tías vivía allá y podría quedarme con ella, así que arreglé una mochila y, el treinta y uno muy temprano, dejé la capital.
Al llegar a la quinta región saludé a mi tía, dejé mis cosas y salí a caminar. Había andado por esas mismas calles dos años antes, cuando tenía dieciséis; un verano en el que conocí a una persona que cambió mi visión del mundo. En ese entonces mi perspectiva de la vida era muy limitada, mi formación religiosa me impedía ver más allá de mis narices…
La conocí una tarde, casi de noche, las olas rugían embravecidas y yo lloraba por la muerte de mi abuelo, quien había sido un padre para mí. Se había ido en noviembre y aquel verano era el primero que pasaba sin él. Mis padres estaban por separarse, las peleas habían ido aumentando notoriamente y mis hermanas mayores se la pasaban fuera de la casa con sus amigas, que en realidad eran una excusa; ambas tenían novios y planeaban irse con ellos lo antes posible. Y yo… yo había cometido un error del que no iba a tener perdón jamás, según las creencias de la iglesia a la que pertenecía. Tras la muerte de mi abuelo lo único que quería era sentirme valiosa para alguien, pero desde su partida no tenía un refugio, no tenía nada. Fue entonces que me dejé arrastrar por las palabras de un compañero de liceo al que siempre le había gustado. Comencé a frecuentar su casa y, una tarde de diciembre en la que bebimos más de la cuenta, perdí mi virginidad… no me había cuidado y, a dos meses de aquel episodio, aún no tenía mi periodo. Sí, era febrero y el verano, una de mis estaciones favoritas, se había vuelto amarga. Tenía mucho miedo de hacerme un test de embarazo, casi no dormía por las noches pensando en qué haría y qué le diría a mis padres… sería la vergüenza de la familia. Eso pensaba sentada en la arena cuando, a varios metros de donde me encontraba, vi que una joven caminaba hasta la orilla para meterse al agua y zambullirse en una ola. Asustada, me levanté y corrí en dirección al mar, no la vi salir a flote y comencé a angustiarme. No había nadie alrededor, el viento frío había espantado a los bañistas y los salvavidas seguramente habían terminado su turno. Sin pensarlo me metí al agua, nadé como pude y una ola me hundió. A duras penas salí a flote, el mar estaba furioso. Seguí nadando con la intención de encontrar a la chica, pero no la vi, mis fuerzas menguaron, comencé a hundirme, todo se volvió negro y una canción de The rasmus sonó en mi cabeza: No fear…
Cuando desperté estaba sobre la arena, una muchacha me miraba preocupada y presionaba mi pecho. De pronto un fuerte impulso me hizo reaccionar y escupí una bocanada de agua salada.
―Parece que solo tragaste un poco de agua. ¿Qué estabas pensando?
La miré, confusa, ella se había tirado primero.
―Pensé que te estabas ahogando…
―Yo no me ahogaría aunque me encadenaran a una roca. Nací en estas tierras, cerca de la playa… nado desde que tengo memoria.
―¿Eres… como una sirena?
―Se podría decir que sí ―rio―. ¿Cómo te llamas?
―Consuelo.
―¿Qué haces sola en la playa tan tarde?
Cuando recordé por qué estaba ahí comencé a llorar de nuevo. La verdad, no me habría importado morir entre las olas, quizá era mi destino.
―Por muchas cosas, no vale la pena contártelas.
―Vamos, no creo que nos hayamos topado por nada, los dioses deben haber querido que nos encontráramos.
―¿Los dioses?
―¡Claro!
Toda la vida había adorado a uno y ahora ella me decía que eran varios.
―¿Por qué crees que son varios dioses, en lugar de uno?
―Porque así lo señalan las antiguas tribus, los primeros pueblos… ¿Te gusta la mitología?
―No sé mucho sobre eso.
La chica tomó mi mano y me ayudó a ponerme de pie.
―Vamos a mi casa, vivo cerca de aquí. Te voy a pasar ropa seca y podemos tomarnos un café, así aprovecho de contarte sobre mitología. Además, te pareces a una ninfa que vi una vez en un libro, tus ojos azules, tu cabello negro y largo, tu piel clara… te va a interesar.
Asentí, ella sonrió.
Caminamos unos quince minutos, nunca soltó mi mano. Era la única parte de mi cuerpo que se sentía tibia.
Cuando llegamos a su casa me invitó a pasar a la ducha, me dejó ropa seca y mientras yo me vestía preparó dos tazones de café de grano. Me dijo que sus padres andaban en casa de unos amigos.
Nunca me había sentido tan en confianza con otra chica, en el liceo me llevaba mal con mis congéneres, tenía muy pocas amigas y las que tenía lo eran más por necesidad social que por cariño. Le conté lo que me tenía afligida, también le hablé sobre mi familia. Ella se limitó a escuchar y, cuando le dije que habría preferido que me dejara morir en el mar, se levantó del sillón y me abrazó. Sentí por primera vez en muchos años que todas las partes rotas de mi corazón se volvían a unir, como si un líquido tibio corriera por mis venas, sellando, sanando.
―Tranquila, algo me dice que solo estás nerviosa. No estás embarazada, confía en mí… Es tarde, te pediré un taxi, ¿de acuerdo?
Asentí. Mi ropa había estado en la secadora, me la devolvió y me fui a cambiar. Habíamos llegado cerca de las nueve y ya eran las doce, mi tía estaría preocupada… Una vez vestida, le devolví sus prendas.
―Puedes quedarte con la polera, el negro te queda bien.
Era una polera de Iron Maiden, me gustaba mucho esa banda, pero en mi casa estaba prohibido escuchar metal. Era “música del diablo”, según mi madre.
―¿Te volveré a ver?
―Ya sabes donde vivo.
―Viajo mañana a Santiago, espero poder volver…
―Si los dioses quieren que sigamos viéndonos, así será.
Llegó el taxi, ella me hizo una seña para que partiera, caminé hacia la puerta la abrí y, antes de que saliera, me abrazó por la espalda. Me voltee para abrazarla también, sería nuestra despedida, entonces la vi de frente: sus ojos claros me inundaron de paz, su cabello rojo caía con gracia por sus hombros y enmarcaba su bello rostro; cerré los ojos y sentí sus labios rozar los míos. Estuvimos así un par de segundos, temblé. El taxista tocó la bocina.
―Gracias por todo… ―le dije―. Me gustaría poder hacer algo por ti también.
―No mueras. Si lo haces no volveremos a vernos.
Sonreí y caminé hasta el taxi.
Esa noche sentí que la vida no era tan mala, que mis problemas se hacían más pequeños y que el cielo nocturno era menos oscuro.
Al día siguiente viajé a Santiago y al llegar me hice un test de embarazo: negativo. Quizá los dioses sí tenían un plan para mí.
Lamentablemente los años venideros no pude viajar, por uno u otro motivo. No recordaba el lugar exacto en dónde ella vivía, por lo que nunca pude escribirle, tampoco sabía su nombre ni su teléfono como para buscarla en las redes sociales. Lo único que hice fue mantener mi palabra: no busqué la muerte.
Luego de revivir aquel recuerdo, volví a casa con mi tía, había que preparar las cosas para recibir el nuevo año. Llegó la hora de la cena, comimos las delicias que habíamos preparado y, como siempre ha sido costumbre en la quinta región, poco antes de las doce, caminamos hacia una de las explanadas del cerro para ver los fuegos artificiales. El lugar estaba lleno y la gente vestía sus mejores trajes. Llevaba una botella de champagne fría en la mano y estaba ansiosa por destaparla.
Cuando comenzó la cuenta regresiva todos se reunieron en la parte más alta, el cielo inmaculado esperaba las luce: tres, dos uno… un montón de botellas se destaparon al unísono, las copas sonaron haciendo brindis y todos comenzaron a abrazar a quienes tenían cerca. Luego de abrazar a mi tía y desearle un feliz año nuevo lo hice con las personas que estaban cerca, muchos llevaban cotillón, máscaras y guirnaldas. La felicidad se había tomado por completo aquel pedacito del mundo y yo me inundaba del aire salino cargado de emoción y alegría. De la nada mi corazón comenzó a latir desbocado y de pronto una mano tocó uno de mis hombros por la espalda. Me di vuelta y vi a una joven con antifaz, llevaba el pelo recogido, un vestido negro y los labios de rojo, igual que su cabello sus ojos claros se clavaron en los míos. La abracé con fuerza, sentí que mis ojos se humedecían; pero no estaba triste, tenía el alma llena de algo que nunca había sentido antes… estaba feliz.
―Te dije que volveríamos a vernos ―me dijo.
―Perdón por no volver antes, yo…
Me calló con un beso, más intenso que el último.
―Feliz año, Consuelo… ―susurró en mi oído cuando nos separamos.
―Feliz año…
―Marina, me llamo Marina. Por eso me dio tanta risa que me compararas con una sirena aquella vez. Pero dime Mary.
―Para mí sigues siendo una sirena…
Volvimos a besarnos, los fuegos artificiales inundaron el firmamento y dejé de sentirme incompleta y vacía. Ya no tenía que regresar si no quería, era mayor de edad, estudiaría algo allí, en Valparaíso.
A diferencia de mis hermanas yo no necesitaba a un hombre; había cambiado el príncipe azul por una hermosa y dulce sirena.
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"Amante de las letras, los misterios de la noche y los gatos. Romántica por esencia, pasional por instinto. Enamorada de su primer amor..."
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