Amar a otra mujer, el miedo con el que aún lidiamos las lesbianas y bisexuales
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A pesar de encontramos en pleno desarrollo del empoderamiento, la libre expresión y de sentir que nuestra comunidad está siendo acogida poco a poco hacia la igualdad de derechos, las cosas no son tan fáciles. Lamentablemente, así como hemos aumentado en número y también hay más gente que nos apoya casi de manera proporcional, se han empezado a manifestar aquellos que nos repudian. Lo han dejado claro luego de un notable número de agresiones, torturas y asesinatos.
Sé que hay mucha crítica social que hacer, tanto a nuestro país como al resto mundo; sin embargo, como mujer bisexual chilena, voy a centrarme en lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en la copia feliz del Edén… el Edén de los que gozan de privilegios sociales y que se encuentran dentro de lo que es moralmente considerado “correcto”.
Las cosas han cambiado, es cierto, la homosexualidad ya no es algo desconocido, no obstante, sigue habiendo una lucha tremenda porque seamos reconocidos y respetados (respetadas en nuestro caso). Es más, si doy un vistazo a lo que viví en mi adolescencia, puedo darme cuenta de que aquella lucha ha existido siempre, con la diferencia de que antes era aún más dura.
Cuando tenía diecisiete años conocí a una joven que llamó fuertemente mi atención. Hablamos, nos hicimos amigas… la quería muchísimo; tanto que sentía que no podía vivir sin ella. No entendía qué pasaba conmigo, estaba asustada por lo que estaba sintiendo y no podía hablar de ello con nadie. Ni siquiera sabía que las mujeres atraídas por otras mujeres se denominaban lesbianas. Mi ignorancia frente al tema tenía mucho que ver con mi educación religiosa y familiar, pues esos temas nunca, o en muy pocas ocasiones, se tocaron. Una vez pedí permiso a mis papás para apoyar una marcha homosexual y la respuesta de mi padre aún suena en mi cabeza: “¿Qué mierda se supone que vas a ir a hacer tú allá?, ¿acaso eres maricona…?”. Demás está decir que no asistí, que tampoco me atreví a jugármela por estar con la chica que amaba y que permanecí en el clóset.
Pasó el tiempo y, el 2012, año en el que empecé a trabajar como profesora, recuerdo haber conocido (en el primer liceo donde trabajé) al menos unos diez alumnos, hombres y mujeres, homosexuales. Todos ellos compartían el mismo pesar: la burla de sus compañeros, el rechazo de los profesores, la decepción de sus padres, la depresión y las ganas de quitarse la vida… incluso algunos tomaban terapia psicológica para curar su “desviación”. Pero lo que más me marcó no fue eso, sino la nula presencia de, al menos, una persona aparte de mí que se preocupara por esos jóvenes. No había nadie a quién acudir.
Al año siguiente, entré a un colegio católico… El rector, no contento con humillarme en la entrevista de trabajo solo por ser mujer, lamentar tener que contratar mujeres, preguntarme si era sexualmente activa y, por si fuera poco, si estaba embarazada o pensaba estarlo; me preguntó si era homosexual. Para mi ¿suerte?, en esa época me encontraba con una pareja del sexo opuesto, así que respondí que no. “Qué bueno, sería un asco tener una profesora desviada”, fueron sus palabras. Lamento no haber tenido la oportunidad de grabarlo, tanto por su degradación hacia las mujeres como por su homo-lesbofobia.
El 2014, mi situación amorosa cambió; por esas cosas de la vida me reencontré con aquella compañera que en el liceo me quitaba el sueño y comenzamos a salir, pero de forma clandestina. Yo no podía dejar a mi pareja y hacer mi vida con ella: ¿qué hubiera pasado si se enteraban en mi trabajo? ¿Qué iba a decirle a mi familia? Estaba aterrada, pero por más que lloré y renegué el querer estar con ella, no pude alejarla. Era agotador sobrellevar la carga de una doble vida, el hecho de tener que ser una persona para complacer al resto y no quien verdaderamente era, el sentirme prácticamente violada por un hombre al que ya no amaba, el no poder estar con la mujer que yo quería…
Un par de años después, luego de innumerables crisis de pánico, enfermedades nerviosas y de ver mi salud notoriamente deteriorada, me separé, busqué un trabajo lejos de la pedagogía y me las arreglé para sobrevivir sola, y digo sobrevivir, porque mi ex aportaba casi la mitad de los ingresos y en mi nuevo empleo no ganaba lo suficiente. Debí buscar un trabajo extra los fines de semana y algunos otros en horarios impensables; estaba destruida por el cansancio… pero era feliz, como nunca lo había sido. Por fin era independiente de pensar, sentir y desear; y deseaba vivir el resto de mi vida con la mujer que siempre había amado.
Hoy, puedo decir con orgullo que soy una mujer profesional: pedagoga, editora, escritora. Sigo perfeccionándome intelectualmente y vivo feliz junto a mi mujer, también profesional, y, por qué no decirlo, una de las mejores en su área. No nos hace inferiores el hecho de amarnos, somos personas como todas, incluso con mucha más valía que aquellas que nos miran con desdén cuando nos ven en la calle de la mano o quienes, de alguna u otra manera, nos han agredido.
Es verdad que el miedo existe, la lesbofobia parece ser más recurrente cada vez y temo que algún día, quien figure como víctima de un femicidio en las noticias sea yo o, peor aún, mi novia. A veces pienso que preferiría morir a su lado antes que perderla de una forma tan terrible como un ataque lesbofóbico (somos agredidas por partida doble: por ser mujeres y por ser lesbianas o bisexuales), de esos que ocurren en cualquier parte, a cualquier hora y ante los cuales la justicia parece mostrarse indiferente. Las leyes no están a nuestro favor y nunca van a estarlo si el odio y la ignorancia siguen estando presentes. Es difícil, pero debemos ser valientes, apoyarnos y educar a nuestros familiares y amigos. Perderemos a muchas personas en el camino; sin embargo, con el tiempo he aprendido que quienes no quieren intentar comprendernos y amarnos como somos, no valen la pena.
Ansío el día en el que pueda salir sin miedo, celebrar mi boda y no un “Acuerdo de Unión Civil” (invento del estado para evadir el matrimonio igualitario), tener una familia, dejar de escuchar insultos en la calle y sentirme normal ante el resto; sé que vamos a lograrlo algún día y, aunque ese día yo ya no esté viva, quiero que sea nuestra herencia para las generaciones que nos van a suceder, también para quienes aún son jóvenes y pueden modificar la forma arcaica e ignorante de pensar de la sociedad actual.
Aún hay mucho trabajo por delante, y es una misión que está en nuestras manos.
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"Amante de las letras, los misterios de la noche y los gatos. Romántica por esencia, pasional por instinto. Enamorada de su primer amor..."

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