Casi a un año de habernos conocido, de haber compartido nuestros miedos, sueños y secretos, le confesé lo que sentía. Estábamos en mi casa, sentadas sobre mi cama. Al escucharme, Laura enmudeció y se sonrojó. Me acerqué despacio, ella cerró los ojos y la besé. Sus labios eran suaves y dulces tal como los había imaginado tantas veces. La sentí temblar y la apreté contra mí, derramó un par de lágrimas que limpié con mis manos mientras acariciaba su rostro y su pelo. “También te amo”, murmuró emocionada. Desde entonces fuimos más que amigas, fuimos más que todo… nada podía ser más fuerte que nosotras si estábamos juntas.
Pero yo era muy joven, no sabía qué hacer con tanto amor y tuve miedo. Tuve tanto miedo de no ser lo que ella merecía; ¿qué podía ofrecerle? ¿Qué veía en mí como para amarme así? Me aterré tanto que decidí quedarme con la chica con la que salía antes; a esa muchacha no la amaba así, con esa pasión tan única y devastadora que Laura desataba en mí… no temía estar con ella porque no me provocaba aquellas sensaciones tan intensas que me atormentaban y que, a pesar de hacerme inimaginablemente feliz, me daban tanto miedo. No sabía cómo decírselo a Laura y, para mi mal, lo descubrió por su cuenta. Cuando se enteró nos distanciamos por varios meses.
Yo la extrañaba, soñaba con ella, yo… la amaba. Un día la llamé y le pedí que nos viéramos. Le rogué que fuéramos amigas como antes y ella accedió entre lágrimas. No vi odio en su mirada, solo un profundo y perpetuo dolor.
Semanas después me arrepentí de mi decisión; ¿ser amigas, sabiendo que moría por estar con ella? No quería dejarla ir y volví a buscarla. Insistí en que volviéramos y, para mi sorpresa, después del daño que le había causado, accedió… la quería a mi lado egoístamente, pero cuando la tuve conmigo, de nuevo no supe qué hacer con eso que aceleraba mi corazón, con la sensación de quemarme entre sus brazos y, como una cobarde, me alejé otra vez. Era inmadura y muy tonta… Ella misma me lo dijo: fui la primera persona que amó, quien la ayudó a curar sus alas solo para arrancárselas… Me marché. Ni siquiera me volteé a verla, solo desaparecí sabiendo que la había destruido, que ya nunca me perdonaría.
Varios años más tarde nos volvimos a encontrar. Y a pesar de todo, quise intentarlo con ella otra vez. Me costó cerca de dos años ganarme su confianza y recuperar su amor, hasta que lo conseguí. Fuimos inmensamente felices durante ese tiempo.
Cuando cumplimos veintiséis nos fuimos a vivir juntas y todo iba de maravilla, hasta que una maldita noche ella despertó aterrada, con los ojos llenos de oscuridad y lágrimas. Un especialista la trató y derivó de inmediato a psicología por un posible trauma, una recaída en una honda depresión.
El tiempo pasaba lento, llevaba un año de tratamiento y a veces pensaba que se recuperaría más rápido sin mí, sin que el dolor que yo le había causado en el pasado la atormentara al verme cada día. Pero no me iba a rendir…
Después de vagar por unas horas, decidí volver y armarme de paciencia hasta que se calmara y volviera a ser mi Laura de siempre, mi dulce Lau.
Cuando regresé, encontré la casa en penumbras, percibí una suave música proveniente de nuestra habitación… era un disco de baladas rock que escuchábamos cuando éramos jóvenes, en ese tiempo perfecto en el que nos habíamos enamorado.
Entré a la pieza con ganas de abrazarla, de decirle que todo estaría bien, que la amaba y lo lograríamos juntas. Los fantasmas se irían y volveríamos a vivir en ese mundo que solo ella y yo conocíamos. La vi recostada y no quise prender la luz.
―Lau, mi amor… estoy aquí ―susurré cerca de su oído y la besé… No obtuve respuesta.
La moví, acerqué mi oído a sus labios y, con un nudo en la garganta, noté que no respiraba. Alterada, levanté las mantas que la cubrían y encontré las sábanas regadas de sangre, sus muñecas abiertas y una nota empuñada.
“Perdóname, Muriel… te amo y siempre lo haré…pero me duele demasiado hacerlo”.
Mis lágrimas comenzaron a brotar desenfrenadas, besé su frente, sus labios…
La ambulancia llegó en pocos minutos, me dijeron que, además de los cortes, había tomado un frasco entero de pastillas para dormir. Su corazón se había detenido para siempre, ese corazón que tantas veces apuñalé sin piedad solo porque podía hacerlo, porque era mío…
―Adios, mi amor, mi dulce Laura…
Mientras veía cómo se la llevaban, pensé que quizá por fin estaría tranquila, esas pesadillas y recuerdos ya no la atormentarían de nuevo, yo no la haría sufrir más con mi existencia… Quizá nunca antes me di cuenta, nunca entendí que para ayudarla a sanar sus heridas, en lugar de perseguirla y obligarla a olvidar mis errores, simplemente tenía que devolverle sus alas y dejarla volar sin mí…
Tenía que hacer lo que estaba obligada a hacer ahora: dejarla ir.
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