Acción y redacción
Por
Eran las 6: 35 de la tarde, me quedaban veinticinco minutos para salir de la oficina e irme a casa. Mi vida había sido una rutina sencilla desde que me había dedicado cien por ciento a mi trabajo, pero me gustaba lo que hacía; diseñaba una de las revistas más conocidas del país y tenía a mi cargo a un equipo entero: editores, periodistas, columnistas y escritores.
Mi vida era tranquila, todo en mí era común y corriente; excepto mi nula atracción por los hombres y mi forma de vestir, pues prefería ir de pantalón y camisa en lugar de vestidos. No obstante, aquello no me impedía llevar con normalidad mis tareas. No era extraño para mis colegas mi gusto por las mujeres, de hecho, había tenido algunos romances pasajeros con algunas compañeras, pero siempre habían quedado en eso. No estaba en busca del amor desde hacía mucho; las relaciones me habían enseñado el lado amargo de este y lo quería lo más lejos posible.
A mis treinta y cinco años me sentía independiente y cómoda con mi estilo de vida, pero toda paz es pasajera y la felicidad es muy difícil de retener. Tenía todo lo que había ansiado alcanzar: estatus, reconocimiento, estabilidad laboral, un puesto importante… hasta esa tarde.
Mi jefe, Rafael, me mandó a llamar; me impresionó que fuera casi a la hora de salir. Como tenía bastante confianza con él le dije que no estaba de ánimo para hacer horas extras, sin embargo, me sorprendió haciendo entrar a su despacho a un grupo de cinco muchachos que estarían a mi cargo mientras él se fuera del país. Necesitaba un nuevo equipo de trabajo y yo sería la supervisora en su ausencia.
―Marla, ellos son tus nuevos subordinados. Espero que les tengas paciencia y los trates bien. Parten mañana, las chicas son editoras y los muchachos son especialistas en redes y soporte digital. Los dejo para que se conozcan.
Mi jefe me guiñó un ojo como diciendo: “lo dejo en tus manos”, y no me quedó más opción que aceptar el desafío. ¿Me había visto cara de niñera? Los nuevos no parecían tener más de veintitrés años, recién salidos de la universidad todos, y seguramente con la cabeza llena de pensamientos idealistas y sueños que se romperían apenas conocieran el mundo laboral.―Bien, chicos, mi nombre es Marla Jiménez, seré su supervisora y guía. Soy la editora de contenidos y nada se publica en la revista si no pasa antes por mis manos. Llevo diez años en la empresa y asumo que sabrán respetar eso. No me interesan sus ideas ni sus opiniones, aquí se hace lo que yo digo, ¿entendido?
Todos asintieron, menos una de las chicas. Se llamaba Cristina, por lo que leí en su ficha, y me dirigió una mirada desafiante.
― Disculpe, señora, pero no estamos aquí para seguir órdenes, sino para aportar ideas nuevas, eso fue lo que Rafa nos dijo.
“¿Rafa? ¿Qué se cree esta mocosa?, de seguro le está haciendo ojitos al jefe”, pensé.
―Los demás, los veo mañana a primera hora ―me dirigí a Cristina―. Tú, cariño, te quedas. Y desde ahora te vas a dirigir hacia mí como señorita Marla, o simplemente, jefa, te guste o no.
―No me extraña que con ese carácter esté soltera…
Sus compañeros rieron, pero dejaron de hacerlo de inmediato cuando los fulminé con la mirada.
―Salgan todos, menos tú ―la miré, furiosa―. Cierren la puerta al salir.
Cuando estuvimos solas me senté esperando a que hiciera lo mismo. Me observó unos segundos, luego se sentó frente a mí.
―Dígalo, en cuanto pueda se va a deshacer de mí.
―Mejor que eso. Me encargaré de que tu estancia aquí sea un infierno, nadie se mete conmigo y tú cruzaste la barrera. Atente a las consecuencias.
―No tengo problema en irme, no quiero tener una jefa marimacho.
―Repite lo que dijiste…
―Ma-ri-ma-cho…
―Fuera. No quiero verte.
―Tampoco yo.
Se levantó y dio un portazo al salir. Empezó a dolerme la cabeza. “Aparte de novata e irrespetuosa… homofóbica, perfecto”.
Al día siguiente, mi jefe me preguntó qué me habían parecido los nuevos integrantes del equipo, pensé en decirle lo sucedido, pero si echaba a Cristina no iba a poder vengarme, así que le dije que todo estaba bien.
Reuní a los nuevos, ya había iniciado la jornada y solo faltaba Cristina. Después de darles algunas instrucciones, fui a mi oficina y empecé a trabajar. Estaba en eso, cuando golpearon la puerta.
―Pase.
― Le traje su café.
No era la voz de mi secretaria, miré hacia la puerta por sobre los anteojos; era la chica problema, buena manera de empezar mi día. Cerré los ojos y volví a mirar la pantalla.
―Ah, eres tú. ¿Qué clase de veneno le pusiste?
―Escuche, respecto a ayer… yo no soy así. Le pido mil disculpas.
―Tus disculpas no borrarán lo que dijiste. Ya me declaraste la guerra, no hay marcha atrás. Ahora llévate esa porquería y pregunta a tus compañeros lo que tienes que hacer.
―Preferiría que me lo explicara usted…
― No me importa lo que prefieras.
La miré de nuevo. A pesar de mostrarse arrepentida, aún me miraba con altivez. Caminó resignada hacia la puerta y salió en silencio.
Los días que siguieron hizo el mismo ritual de llevarme el café y yo seguí rechazándolo. Tampoco le daba instrucciones, se las enviaba por escrito. Ella parecía empeñada en obtener mi perdón, ¿qué la había hecho cambiar de parecer? ¿Sería que necesitaba el trabajo desesperadamente?
Una mañana en la que llegué algo tarde por culpa de un accidente automovilístico, encontré a Cristina en mi oficina, estaba inclinada hacia mi asiento viendo la pantalla de mi computador. Admito que, como entré en silencio y ella no se percató de mi presencia, me tomé unos segundos para estudiarla. Llevaba un vestido beige, zapatos de tacón y un ajustado blazer negro que realzaba su cintura. Al estar con el cuerpo hacia adelante su vestido se había recogido en la parte de atrás, así que pude ver sus piernas y parte de sus muslos. “Marla, detente, es solo una chiquilla, y homofóbica, además…”. Me solté la corbata y desabroché el primer botón de mi camisa, sentí de repente un calor fulminante. Tosí, la chica se sobresaltó y se volteó de inmediato.
―Yo… perdón, vi que su computador parpadeaba y…
―¿Quién te autorizó a entrar?
―Solo vine a dejarle el café.
Apoyada en el escritorio, pero ahora de frente hacia mí, me miró nerviosa. Aproveché la instancia para molestarla un poco. Cerré la puerta con cuidado y caminé hacia ella.
―Te crees muy importante, ¿verdad? Piensas que con una disculpa y trayéndome el café te daré un puesto inamovible en la editorial, lo siento, querida, pero no será tan fácil.
―¿Sabe? He hecho lo que pensé que sería lo correcto. Me equivoqué, ¿sí? Y ya estoy harta de intentar remediarlo. Allá usted si me quiere en este lugar, no me faltará dónde trabajar.
―Hasta que por fin sacaste las garras.
―No, solo me había estado comportando como una persona amable, pero parece que las marimachos como usted tienen el corazón de piedra… y la cabeza también.
Me acerqué hasta quedar a escasos centímetros de ella, Cristina hizo el ademán de avanzar y hacerme un lado, pero la detuve tomando uno de sus brazos.
―Escúchame, ya te dije que no voy a echarte, si quieres irte, bien; eso hablará muy bien de ti en tu currículo… “abandono de trabajo por homofobia” … suena fantástico.
―¡No soy homofóbica!
―¿Por qué estás temblando entonces? ―Acerqué mi rostro al suyo, sus ojos oscuros intentaron desviar su mirada de la mía sin saber hacia dónde dirigirse.
―Tiemblo cuando estoy muy, muy enojada…
―¿Ah, sí? ¿Tanto como para desear cruzarme la cara de un golpe? ―Acerqué mis labios a su oído―. Inténtalo…
Quedamos frente a frente, Cristina levantó la mano derecha y antes de que la dejara caer para aventármela, la sostuve, pero producto del movimiento se fue hacia atrás y quedó recostada sobre el escritorio, conmigo encima.
―No se imagina cuánto la detesto…
―Esa era la idea, que me detestaras, hacerte la vida impo…
La maldita mocosa no me dejó terminar de hablar, con su brazo libre enlazó mi cuello y llevó mi cabeza hacia ella, su aliento tibio me rozó los labios y sentí un impetuoso calor recorrerme las venas como cuando… como cuando estaba cerca de alguien que me gustaba… Cerré los ojos, sus labios estaban cerca de los míos, casi podía rozarlos. Había sucumbido a mi impulso animal, cuando ella me soltó.
―Parece que la que le hará la vida imposible, voy a ser yo. ―Sonrió.
Se apartó de mí, yo ya no tenía ganas ni fuerzas para retenerla, estaba en shock. Se acomodó el vestido y salió triunfante de la oficina.
Me llevé una mano a la boca, mi respiración se había agitado y sentí una leve palpitación en la entrepierna…
“Estúpida mocosa”.
Esa jornada fue bastante incómoda, Cristina intentó aparecer en todos los rincones del edificio en los que yo me movía: la cafetería, la terraza, el baño… Sabía que su presencia me irritaba, peor aún; que me atraía físicamente. La verdad, llevaba mucho tiempo sin tener contacto con otra mujer y no había reparado en lo atractiva que ella era hasta ese día. Para mi suerte me llamó mi jefe, que ya estaba en el extranjero, y quería hacer una reunión por Skype. Me encerré en la oficina y ya nadie podía molestarme, gracias a Dios.
Los días pasaron, Cristina dejó de incomodarme apareciendo en todas partes, pensé que mi calvario se había terminado y que la irreverente mocosa se tomaría las cosas con seriedad por fin, pero me equivoqué.
Una tarde, al terminar la jornada, fui hasta el estacionamiento, saqué mi vehículo y prendí la radio. Me quedé un rato ahí, me dolía la cabeza y la calle principal estaba muy atestada, así que preferí esperar. Sonaba Welcome to the jungle, cuando alguien golpeó la ventanilla, bajé el vidrio sin ver hacia afuera.
―Jefa, ¿puedo hablar con usted?
Cuando reconocí la voz se me apretó el estómago.
―¿Tú de nuevo? No me interesa hablar contigo, Cristina.
―Por favor…
Alcé la vista al techo, respiré hondo y respondí:
―Sube.
Bajé la radio, se sentó en el asiento del copiloto y me miró en silencio antes de hablar.
―Sé que piensa que soy homofóbica, pero no es así.
―¿Qué te hizo cambiar de opinión?
―Nunca fui homofóbica, no he cambiado de opinión… Mi reacción cuando la conocí no fue por eso. Fue por otra cosa.
―¿Qué cosa?
―Usted me recordó a alguien que me hizo mucho daño, eso es todo. Reaccioné mal, lo siento.
―Sigo sin entender…
―Una chica… como decirlo… así, como usted…
―Marimacho ―dije, resignada.
―Eso, me recordó a una compañera de la universidad, Alejandra.
Se quedó un rato en silencio, como recordándola.
―¿Qué te hizo?
―No vale la pena contarlo…
―Vamos, te subiste aquí para conversar conmigo y, ¿no vas a decirme nada?
―Es muy vergonzoso.
―Cuéntame.
CONTINUARÁ…
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"Amante de las letras, los misterios de la noche y los gatos. Romántica por esencia, pasional por instinto. Enamorada de su primer amor..."

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